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¿Donde está Alicia… aun está en el aseo maquillándose? —Me preguntó el conejo blanco—. Fue un sueño mahatmático, que pasó con rosas preferibles y periféricos instalados en corazones rechonchos desvanecidos entre los dedos en un año lunar estridente y diabolicamente honrado.

Quizás éramos demasiado jóvenes para hacer gárgaras con nuestro dolor, así que empotramos el titiritén de las tiritas en la frente de mi Gioconda y nos dimos un aplauso en el lomo, erramos tantas veces que los múltiples de 10 se multiplicaron por 69. Nos creíamos modernillos y fantásticos a la vez y abarcábamos el infinito en borbollones de Moët de Caviar, recogimos de su petaca todas sus bodegas de sinsabores y entretomando posesivamente sus átomos me retorcí en la parte interior de su muslo derecho para acurrucarme en un tul entregado a la más honrosa vanidad anchovinista.

La partida de ajedrez duró mucho, hasta que su reina acabó con mi rey, con la tentación de matar antes a mi peón, entonces se acabaron las esperas en sus portaladas y los versos besadores depresivos de su abogado, dejé que el sueño rompiera los movimientos de las montañas que solía ella levantar con sus párpados. No me acordaba de la contraseña de su maleta y por eso la lancé a un mar de gelatina de sabor al olor de su nuca.

Luego cogí mi cometa, la eché a volar y me ahorqué con el hilo.