Caviar cristalino en el nombre de Dios





La mostaza seguía goteando en el reloj de arena de mi naturalidad y los dientes de murciélago apretaban mis pupilas haciendo ondas concéntricas, las noches de aquel viernes retribuían a pequeños sorbetes de champagne en las plazas de mazapán de mis riñones. En los pequeños jardines entrecomillados las sensaciones permanentemente encontradas en los escondrijos de las voces entremezcladas de Francis Lorenzo y Jaime Bores y que hacían de nativos sementales. Sus valientes libretas hipertapizadas hablaban de nuestros pequeños sueños de legumbres contratadas interprofesionalmente. Unos instantes después el ruido de sus mocasines escamó la realeza de mis percepciones y ahogó mis agallas en aquel whisky barato…

Un par de meses después nació nuestro primer hijo, un tulipán. Los monederos se mantenían en la calle y los globos llenos de helio berhanyer sembraban un trágico amanecer, se arrastraban las panderetas y las sonrisas a medio construir y entre tantas permanencias despatriarcadas seguían mis lágrimas emponzoñadas en el vaivén de sus manos, era la vez que dios había necesitado para hacer el mundo, follar y desmaterializarse.