La cuadratura del corazón circunvalatorio





Barro y muerte en Las Vegas. Cristalitos que se deshacían entre las córneas estalactíticas de mis encoleraciones sentimentales. Aparentemente la furcia taponaba mis ventrículas disfrazada de carnaval y me daba de beber el jugo del racimo de uvas y uñas de porcelana que emanaba de su aorta, los impertinentes diálogos que se fermentaban en su grito de velociraptor desesperaban mis patitas de cangrejo. Noches de anillos jupiteros perdidos en el polen del bálsamo de su cordero y que a sus vez hacía que nos marcáramos el pentimento, despreciando a la razón.

Urbanitas fuera de tiesto y glaucoma fucsia eso era lo que se veía desde su pulmón derecho, recostado pláteamente en su flanco derecho, agachado en mi estancia, enclavada en el ritmo metronímico de su coraçao con kohol.

Su megalopolis era el fratricidio del placton entre almendras operadas de apéndice
y las termitas de sus dientes eran bondadosas fiebres desmitificadas. Si me quieres redúceme a cenizas…

Caviar cristalino en el nombre de Dios





La mostaza seguía goteando en el reloj de arena de mi naturalidad y los dientes de murciélago apretaban mis pupilas haciendo ondas concéntricas, las noches de aquel viernes retribuían a pequeños sorbetes de champagne en las plazas de mazapán de mis riñones. En los pequeños jardines entrecomillados las sensaciones permanentemente encontradas en los escondrijos de las voces entremezcladas de Francis Lorenzo y Jaime Bores y que hacían de nativos sementales. Sus valientes libretas hipertapizadas hablaban de nuestros pequeños sueños de legumbres contratadas interprofesionalmente. Unos instantes después el ruido de sus mocasines escamó la realeza de mis percepciones y ahogó mis agallas en aquel whisky barato…

Un par de meses después nació nuestro primer hijo, un tulipán. Los monederos se mantenían en la calle y los globos llenos de helio berhanyer sembraban un trágico amanecer, se arrastraban las panderetas y las sonrisas a medio construir y entre tantas permanencias despatriarcadas seguían mis lágrimas emponzoñadas en el vaivén de sus manos, era la vez que dios había necesitado para hacer el mundo, follar y desmaterializarse.

La concomitancia aborigena





Los silencios que se escupen de las retransmisiones interpretativas complacientes y llenas de marcapasos de su pelo, las infravaloraciones de su espíritu libre, las palomas con rayos cinéticos en sus alas y las ancas que se escuchan en el pestañeo de sus ojos formulan paradojas entre las palabras escritas en sus brazos. Volver, entre sus manos y a partir de su dios, perdidos los anillos en el encuadre de mi ventana y su biodireccionalidad, su risa, el volver de mi arrogancia, las huellas plausibles de su domingo, la realidad finita en compresiones de rebeldía adolescente y algunos ruidos que no escuché por el sonido de las palomitas.

Volver, como volver envolviendo el volver de su envoltorio para revolver su vuelta y seguir volteando su cansada y olvidada contienda. Su Tiffany’s, su claroscuro, un perfil en la hiedra y entre corcheras un pequeño diamante en el cobijo de su mueca.

Todo fue demasiado efímero por eso alguien nunca supo lo que pasó.