Cuando nacieron mis sobrinas entendí perfectamente el significado de la fragilidad de la vida humana y el hastío de crecer. He metido la llave del cofre en la trituradora de papeles para inyectar con tu suspiro la única vena de cordura en tu coartada viral, he edificado sobre los mickeymouseísmicos la predilección por el número dieciocho, he perdido la anormalidad del dolor y del lamento, la soledad y las pequeñas hormigas que suben acariciándome inconcientemente con sus almidonadas mandíbulas el miedo, la oportunidad de ser una muñeca de trapo atrapada en el reclamo en cintas grabadas de jilguero, rodeado de mis tormentas atadas a la misma cuerda del reloj de cuerda. Así en el Sielo como en la Sierra.
Hace más de una década que dejé de sentirlo todo pero hay una mecánica dentro de mí que marca las horas en punto del día, que me recuerda que mi soledad está acompañada de miel y chocolate; Le dije. —Tenemos el mismo hueco de la escalera para enterrar el ataúd del amor, yo en el ático de mi fémur derecho y tu en el bajo primera del interior de tu muslo izquierdo.