Bailábamos un vals al ritmo de los crujidos de los cuellos de los cisnes al arrancarles la cabeza



Bailábamos un vals al ritmo de los crujidos de los cuellos de los cisnes al arrancarles la cabeza, cerrábamos los ojos tan fuerte para que las pestañas se clavaran como astillas en nuestra piel, en la profundidad de nuestras pupilas de cíclope, esperamos a que las gotas de sangre cayeran en finas rayas paralelas, bajando y abriendo nuestra piel en canal como cuando solías bajarme la cremallera de mi pantalón iluminados santificádamente por la luz del acuario, cara con cara y entre medio un reflejo de nosotros, y me dejaste plantar un susurro que decía; “No lo mates todavía déjalo un poco más sufrir”, en todos los pasaportes denegados, en todas las maletas sin nombre, en todas las macetas sin plantas.

Sin ninguna necesidad de repercutir en mis dedos de arrepentimiento, sin ninguna razón de más para recuperar el aliento deshilachado de tu espalda tiritando frente a mi almohada.